A propósito de CINTURÓN ROJO (2008)
"Quien impone los términos de la batalla impone los términos de su resultado"
¿Quién se acuerda hoy por hoy de David Mamet? ¿Quién tiene presente a uno de los escritores, dramaturgos y cineastas más rigurosos a nivel estilístico y, por tanto, argumental, surgidos en Estados Unidos durante el último medio siglo? La realización más próxima de Mamet data ya de hace siete años: el telefilme Phil Spector (2013), que se centraba en el juicio contra el célebre compositor y productor cuyo nombre da título a la película, condenado en 2009 a veinte años de prisión por matar a la actriz Lana Clarkson. Planteada como encargo, Phil Spector fue objeto de críticas severas por las libertades que se tomaba como ficción y su ambigüedad, características que en la esfera política y cultural posterior a la Gran Recesión han pasado a constituir delitos sumarísimos. Lo cierto es que, desde entonces, David Mamet no ha vuelto a escribir ni dirigir para el cine y, mientras, sus obras teatrales recientes —China Doll (2015), La culpa (2017)— han tenido un alcance minoritario y tampoco han entusiasmado a nadie.
Por ello, Cinturón rojo (2008) puede ser considerada la rúbrica a un ciclo en la trayectoria cinematográfica y, quizá, creativa en su conjunto, de Mamet. Un ciclo que arranca entre finales de los años ochenta y principios de los noventa con sus guiones para Los intocables de Eliot Ness (Brian De Palma, 1987) o Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992) y realizaciones propias como Casa de juegos (1987) y Homicidio (1991), y que cuenta entre sus hitos posteriores con La cortina de humo (Barry Levinson, 1997), El caso Winslow (1999), Spartan (2004) y Edmond (Stuart Gordon, 2005). No resulta descabellado pensar que la obra de Mamet tenía fecha de caducidad, dado que las cuestiones íntimas de moral y conciencia que plantea han quedado obsoletas en nuestra esfera pública, adscrita desde hace unos años a la demagogia de masas, muy útil para ocultar, disculpar y hasta legitimar a voz en grito las miserias de cada cual.
Por el contrario, la escritura de Mamet, también la que se despliega sobre los encuadres o el escenario, apela a un sentido de la intriga de rabioso calado individual, que trasciende la adscripción recurrente de sus narrativas al género del thriller. La intriga funciona en su imaginario como metáfora del sobresalto y el desvelamiento de la verdad que implica la aventura de vivir. Sus personajes afrontan experiencias iniciáticas que ponen a prueba la impenetrabilidad de sus estructuras afectivas, laborales y, por supuesto, comunicativas, pues entre las inquietudes prioritarias de Mamet figuran los vínculos entre control del lenguaje y poder. En sus propias palabras, “el objetivo que define nuestra existencia como criaturas culturales pasa por preguntarnos en los términos precisos, derribando las trabas de lo que no se puede decir ni se quiere escuchar, ¿cómo he de vivir, a qué he de atender, cuando habito un mundo en el que estoy condenado a morir?”

Cinturón rojo reincide en ese interrogante a través de las peripecias de Mike Terry (Chiwetel Ejiofor), un veterano de la guerra del Golfo que posee y gestiona una escuela de jiu-jitsu en Los Ángeles. Mike trata de compaginar la supervivencia económica de su negocio con un código de honor estoico, nada complaciente, que insiste en trasladar a su alumnado y que sustenta su propia forma de estar en el mundo: “Los comportamientos del luchador no persiguen la nobleza. Son, simplemente, los correctos”. Entre sus mandamientos, uno de los principales atañe a que competir pervierte las esencias del jiu-jitsu. De hecho, a pesar de los beneficios que le procuraría luchar en el circuito profesional de las artes marciales mixtas, Mike es fiel a su entendimiento de la disciplina y sus convicciones morales. Hasta que circunstancias azarosas le fuercen a quebrar su código.
Era difícil que Mamet superase en Cinturón rojo lo logrado en su anterior y mejor película, Spartan, la odisea de un militar lleno de recursos y traicionado por los servicios secretos estadounidenses, que aprendía a desprogramarse y a ser rey de sí mismo al precio de una soledad lindante con la inexistencia. Hay muchas similitudes entre el Scott (Val Kilmer) de Spartan y el profesor de jiu-jitsu que encarna Chiwetel Ejiofor en Cinturón rojo; en especial, la equiparación por Mamet de las muchas habilidades físicas y estratégicas de ambos con lenguajes de signos que les permiten desencriptar el sentido del mundo. Pero sus trayectorias personales son inversas: Scott conseguía a la postre no rendir pleitesía a nadie, habitar con todas las consecuencias ese desierto que manifestaba aborrecer cuando adiestraba a los cadetes Curtis (Derek Luke) y Jackie (Tia Texada). Mientras que Mike, en parte por obligación y en parte por vanidad, abandona la torre de marfil en la que se había atrincherado para testar la vigencia de su código de valores en una realidad a la que no quiere renunciar y se descubre pútrida.
Construida como en él ha sido frecuente sobre cimientos humildes, de serie B —aquí las películas de luchadores honestos y simples en un entorno corrupto que parodiaba Barton Fink (Joel & Ethan Coen, 1991)—, Mamet desarrolla Cinturón rojo durante su primera mitad de manera ejemplar: la idiosincrasia de los personajes y sus relaciones, las atmósferas, los prolegómenos del conflicto dramático, su crítica feroz al mundo del espectáculo... Pero, a partir de cierto hecho luctuoso, el férreo andamiaje de la escritura se viene abajo y la acción se remata con formas descuidadas. Las excelentes interpretaciones, la depuración de la puesta en escena, las numerosas lecturas que alberga la historia y el equilibrio delicado en sus imágenes entre cine de consumo y de autor permiten recomendar Cinturón rojo, pero la querencia del cine de Mamet por las sorpresas, las elipsis tajantes y los sobreentendidos le juega en esta ocasión malas pasadas.
Por otra parte, como también sucedía en Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), estrenada el mismo año, la heroicidad de Mike en Cinturón rojo adolece de un carácter impasible, carismático, viril, que bordea el cliché. Aunque, como a Eastwood, a Mamet se lo perdonase la mayor parte de la crítica (masculina) de entonces sin importar su sesgo ideológico. Al fin y al cabo, al tratarse de un auteur, podían sublimarse en él sin complejo de culpa nuestras frustraciones y delirios (masculinos). En 2020 eso sería más difícil, y, volvemos al principio, constituye a nuestro juicio otra de las razones por las que David Mamet nos parece tan lejano y ha de conformarse con vivir de los derechos devengados por sus obras exitosas de antaño. “Quien impone los términos de la batalla impone los términos de su resultado”, se escucha en Cinturón rojo. Hasta que estalló la crisis del coronavirus, los términos de la batalla llevaban imponiéndolos un tiempo tendencias ideológicas y culturales que habían puesto contra las cuerdas a planteamientos como los de Mamet. Si volvemos a Cinturón rojo en 2030, ¿quién estará imponiendo a quién sus términos, y qué efecto crítico tendrá eso en sus imágenes?
Diego Salgado