En 1993, el fotógrafo Kevin Carter acudió a Sudán para cubrir las consecuencias de la terrible hambruna que asolaba el país. Allí consigue una instantánea de un niño malnutrido siendo acosado por un buitre. La foto no solo causaría una gran conmoción en el primer mundo sino que se alzaría con el Premio Pulitzer de 1994. El New York Times se vio obligado a aclarar la intrahistoria de la fotografía para intentar acallar la polémica a su alrededor. El periódico publicó para satisfacción del lector bienpensante que el buitre huyó minutos después de ser tomada la instantánea y la niña se dirigió hacia un centro de ayuda. Convenía crear una narrativa que tranquilizase al público ante el tremendo impacto emocional de la imagen y calmar a la gente que criticaba a Carter por no ayudar a la niña y plantarse siquiera a retratar tan atroz cuadro. Meses más tarde de recoger el Pulitzer por su trabajo, Kevin Carter se suicidaba todavía embrujado por el impacto de la instantánea que había capturado con su objetivo. El espíritu de la fotografía de Carter imbuye el metraje de Civil War de Alex Garland y es citado numerosas veces a lo largo de la película.
En el mundo absolutamente hiperpolitizado en el que vivimos y donde la construcción y el dominio de narrativas lo es absolutamente todo, el embrujo de la imagen pura e incorruptible es una de las pocas cosas puras que todavía nos quedan. O quizás no, porque en la campaña de promoción de Civil War, se han utilizado varios posters creados por Inteligencia Artificial que presentaban localizaciones icónicas de Estados Unidos reimaginadas como escenarios de guerra. En uno de ellos, se adivina una lancha motora militar frente a un cisne gigante en un lago que se intuye como Echo Park… famoso lago de Los Angeles por sus barcas recreativas en forma de cisne donde turistas y vecinos se dedican a montarse y dar paseos. Las barcas de El Retiro, vamos. Posiblemente la metáfora más involuntaria y acertada de toda la película de Garland. Intenta epatar que algo queda. No deja de ser irónico que una película que gira en torno al poder evocador de una imagen no haya ni una sola imagen que el espectador vaya a ser capaz de recordar cuando abandone la sala. Garland consigue demostrar la importancia del periodismo en tiempos convulsos pero se olvida por el camino del medio en el que está trabajando, el cine.
El cineasta llena las carreteras de Civil War de imágenes apocalípticas carentes de contenido y continente. De qué vale la enésima recreación de una carretera atestada de coches abandonados cuando hace ya casi 15 años Rick Grimes presentaba el mismo escenario en The Walking Dead, cima del fantástico y del gore convertido en producto mainstream para los domingos perezosos del espectador casual. Cuando Cillian Murphy despertaba en una Londres vacía por los estragos del virus de 28 días, Boyle presentaba una ventana visual a un futuro inmediato que tardaría un par de décadas en materializarse. El impacto como imagen de ese comienzo arrebatador y la inmediatez de la prehistórica imagen digital marcaba el rumbo de la película más allá de la regurgitación de las formas del cine zombie de Romero. Cuando Garland recrea el apocalipsis de una guerra civil, ¿qué imaginarios evoca? Si hasta el clímax de la película, la toma de una Washington, capital del poder político americano, conquistada por un imaginario reaccionario, ha sido arrasado por el blockbuster de hace una década cuando en el mismo verano tanto Antoine Fuqua como Ronald Emmerich presentaban la Casa blanca como objeto mancillado y violado. En el caso de Emmerich (¡ La mejor! ) con una invasión organizada por los alas más radicales de la derecha americana. ¡Y lideradas por James Woods!
Claro que alguno me puede decir que detrás de las imágenes de Alex Garland late la idea y la intención del apocalipsis cotidiano que vivimos hoy en día. Supongo, es una idea que se intenta transmitir. El declive de la sociedad a golpe de pantalla sin mover el culo de la silla. Pero la realidad es que todavía la imagen no nos miente lo suficiente y menos aún en manos de un cineasta tan poco ducho como Garland y cuando realizas un zoom a un cadáver es que de cotidiano no tiene nada sino que quieres provocar una intención muy determinada al espectador y no es precisamente la de abotamiento. Hay algunos debates cinematográficos que por desgracia es imposible que caduquen.
“Iba al colegio con él. No hablaba mucho con él” dice uno de los milicianos mientras posa frente a un hombre moribundo al que acaba de torturar en una escena que es un punto de ruptura para el personaje de la fotógrafa novata interpretada por Cailee Spaeny. Es la primera vez que vislumbra(mos) el horror. Pero la realidad es que el horror audiovisual y sobre todo, la cotidianeidad de ese horror está más que asumida y más en una sociedad puramente distópica como la americana. Si pensamos en Columbine, pensamos en la imagen de la cámara de seguridad recogiendo a Eric Harris y Dylan Klebold paseando en la cafetería del instituto. El punto de ruptura de la sociedad contemporánea hacia el horror con el semejante hace tiempo que ha sido rebasado. No necesitamos irnos a escenarios que son pura fantasía occidental para revelar lo cainita y deshumanizador del momento actual. Convivimos con ello y los gestos más mundanos y diarios lo revelan, no los grandes escenarios repletos de discursos vacíos. Por eso la única escena realmente reveladora de Civil War es ver aparecer a Jesse Plemons como miliciano ataviado con una gafas rosas tan ridículas como reveladoras. Un gesto de un actor. El mal ya no es banal, simplemente es estúpido, tal y como demostrará que la imagen del actor acabe convertida en memes e imitaciones en la red social de turno.
Hay una decisión creativa de El último late night que no me convence del todo. La película, por alguna razón que no acabo de comprender del todo, imagino que para darle un trasfondo de verosimilitud, comienza como un falso documental introduciéndonos la figura del presentador del programa y su protagonista así como establecernos cierta intrahistoria sobre talk show que vamos a contemplar. Durante el resto del metraje, asistimos a un supuesto metraje encontrado de la representación de un último programa donde obviamente el caos se desata, el fantástico invade la realidad, bla, bla, bla… Ya os podéis imaginar por dónde va el asunto. La propuesta de los hermanos Cairnes está realmente bien pero ese detalle se me antoja un tanto cobarde. Lo realmente interesante de la película no es dar una pátina de verosimilitud y de mitología al programa sino de ver como un formato conocido por todos, con unas reglas tan clásicas como asimiladas por el espectador es violentado y quebrado por la introducción del fantástico.
Lo realmente emocionante de una emisión en directo, de la imagen más pura, es precisamente que lo inusual y lo no asumido puede saltar por los aires cuando se rompen las convenciones por parte de algo exterior y quebranta ese pacto asumido entre lo asumido y lo plausible. Ya sea el diablo colándose en un show apolillado o un zumbado gritando Que te vote, Txapote y acabe modificando el discurso político de la mitad de un país. Lo interesante es la ruptura y durante prácticamente la mayoría de su metraje, El último late night es realmente interesante por esa confrontación entre lo asumido y lo indomable. La inclusión de imágenes subliminales no es simplemente un guiño cómplice sino de cómo lo catódico cae de rodillas ante la peligrosidad de la imagen, el fantástico en directo. Por eso, en el fondo, siento tanta pena porque tanto el comienzo como el final de la película recurran a trucos narrativos para eliminar la reflexión sobre la imagen como un elemento indomable e imposible de acotar a los sometimientos de una narrativa, en este caso, la estructura de un programa de televisión.
Y acabo la chapa con una última reflexión sobre el poder de la imagen, en este caso relacionado con Inmaculate, el nuevo ejemplo de cine de terror católico que ha dirigido Michael Mohan y protagonizado Sydney Sweeney. Una película que asume con total dignidad que los caminos narrativos de este tipo de ficciones están totalmente trillados a estas alturas de partido y que más vale una buena imagen y su poder icónico. ¿Qué tiene más poder subversivo? ¿El enésimo discurso sobre el empoderamiento o el patriarcado en instituciones arcaicas o vestir de virgen a la nueva “puta” de Hollywood? Y como diría Pichu Cuéllar, no se trata de un insulto, sino de un adjetivo calificativo. De una actriz que se ha erigido como icono sexual o cultural precisamente por exudar sexualidad y rasgos de mujer en un Hollywood y una cultura cada vez más asexuada. Que los pechos de Sidney Sweeney hayan acabado siendo protagonistas del enésimo y paniaguado intento de guerra cultural. Mientras ella y la película, a lo suyo, construyendo a base de imagen y sedición iconoclasta el orden del cine de género, sin necesidad de articular lo que ya de por sí tiene un valor intrínseco como estampa… nunca mejor dicho.